Acabo de llegar del cine de ver Kill Bill Volumen 2.
La película me ha parecido genial.
Para los fans de Tarantino salda la deuda de diálogos pausados, movimientos lentos de cámara y guiños al espectador, que, para mi, dejó en la primera parte.
Al grano.
Hay tres cosas que no soporto cuando voy al cine a ver una película.
Una es comer cosas que no vendan en el propio cine. Otra es comentar la película con el amiguete y que se entere media sala; y la tercera es reirse cuando no viene a cuento. Creo que la mayoría de la gente que nos gusta el cine tenemos manías como estas cuando nos gastamos 5 euros y nos encerramos a disfrutar de una buena película.
Pues por alguna razón hoy la fortuna ha querido que mi butaca estuviera justo al lado de una pareja que, no sólo ha hondado en mis tres manías cinematográficas sino que además a aportado algunas otras a mi lista.
En los primeros minutos de proyección y tras colocar los pies sobre las butacas delanteras, vacías eso si, han sacado de un bolso de paja, un par de hamburguesas caseras envueltas en papel albal. Nada más discreto para el tranquilo comienzo de la película. Una vez terminadas las hamburguesas, abren un tupperware en el que llevaban algún tipo aceitunas, cebolletas u otros encurtidos que mi ojo de refilón no fue capaz de distinguir con claridad, pero que mi olfato no dudó en clasificar como tal. Todo este festín de calorías y vinagre convivía con altas expresiones de aprobación o no hacia la película por parte de los espectadores-comensales que más que sentados seguían recostados en sus butacas.
Entre una cosa y otra habían pasado unos 45 minutos de cinta. Llegados a este punto ya pensaba que el cesto de paja había dado todo de sí…pero aun quedaban un par de botellitas de coca-cola para pasar la segunda ronda de hamburguesas. Por fortuna ella prefirió abstenerse, quizá para combatir los kilos de más que le habían dificultado el embutirse en la ajustada falda de leopardo que llevaba.
De vez en cuando les miraba unos segundos con intención de hacerles ver lo improcedente de su actitud, pero ni tan siquiera se dignaban a devolverme la mirada, «vaya tipo raro que viene al cine sin merienda» debían pensar de mi.
En la recta final de la película y tras reirse a carcajada con cada intervención y movimiento de barba del maestro Pei Mai, llega el climax de la situación. Les suena el móvil. Para desesperación de los presentes tardan varios segundos en apagar el maldito aparato y, como si tal cosa, continuan gesticulando, comentando el filme cual Carlos Boyero y, probablemente, relamiéndose del banquete.
La pregunta viene al final. ¿Qué tipo de mente tiene una persona que prepara un bolso con hamburguesas, aceitunas o cebolletas y cocacolas para ir al cine? Por desgracia esto se parece cada vez más a los toros en los que la gente va a merendar y no a ver la corrida…
NOTA: como prueba adjunto la entrada real del día del sufrimiento. Quentin que pena que gustes a TODO el mundo.